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— Entra en el laboratorio de una puñetera vez, Rogers — le espeté tras cavilar un rato acerca de lo que me acababa de anunciar —. Ten la bondad de decirle a nuestro invitado que nos reuniremos con él en breves instantes, y avisa a mi mayordomo para que le sirva un poco de té. Tú tráeme un brandy.

Solté el botón del intercomunicador sin esperar a que me contestara y observé durante un desquiciado instante la huella de tierra que había quedado impresa en su superfície. Luego me volví y segú alimentando a las mandrágoras con sangre.

Rogers entró con cierto disimulo y bastante nerviosismo, empujando con la cadera la segunda puerta del invernadero. Llevaba en las manos mi copa de brandy y un botellín de la cerveza más cara que habría en mi despensa. Le miré de soslayo mientras acababa de vaciar el último vial sobre la dichosa planta. Luego me volví, me quité los guantes y agarré de una revolada la bebida que me tendía.

— Me vas a arruinar la plantación — le espeté tras vaciar el vaso de un trago. Rogers me devolvió una mirada atónita —. ¿Se puede saber qué te ocurre?

— Na… nada — balbuceó —. ¿Por qué les echa sangre a las raíces de gengibre?

— No es gengibre, idiota — ladré, intentando que la risa no se me escapara por la comisura de los labios —. Son mandrágoras. Recogidas por un perro negro antes del amanecer de un viernes bajo la tierra donde se ha derramado el semen de un ahorcado en el momento de morir, como manda la tradición — le solté a la carrera, antes de robarle la cerveza de la mano y pegarle un trago.

— ¡Qué asco! — musitó, arrastrando cada letra, aún sin percatarse de la pérdida de su bebida —. ¿Para qué quiere esa guarrada?

— No es una guarrada, Rogers, es una planta. Una raiz que puede crear Homúnculos, si logro hacerme con… En fin, dejémoslo estar. ¿Se puede saber por qué infiernos de mil demonios has traído un policía a mi casa? ¿Es que sientes curiosidad por saber cuánto te puedes balancear antes de que se te rompa el cuello, o solo quieres darme un infarto?

Pero Rogers no estaba por la labor. Su mano seguía en el aire, envolviendo una cerveza imaginaria que yo acababa de apurar, con la boca abierta como un buzón de barrio residencial.

— ¿Para qué quiere fabricar Homúnculos?

Entre el millón de ideas que me pasaron por la mente en aquel momento, solo la certeza de que tenía que aclarar las cosas con Rogers antes de continuar con nuestro negocio pareció cobrar sentido. Deshice el moño despeinado que peligraba sobre mi cabeza y lo recompuse lo mejor que supe. Luego hice que él se sentara en uno de los taburetes altos de la zona de descanso del invernadero y me quité el delantal, comprobando que no me había manchado la ropa.

— Te he engañado — le dije en un premeditado tono maternal —. Te dije que no me dedico a los humanos, pero no siempre ha sido así. Tampoco siempre he dispensado cuerpos para el estudio —. Dejé que asimilara mis palabras antes de continuar —. Hubo un tiempo, cuando terminé mis estudios, en el que creía que la creación de Homúnculos se había diseñado para ayudar a la humanidad a avanzar; creía que los científicos hacían exactamente lo que deseaban cuantos entregaban sus restos a la ciencia para su conversión tras la muerte: investigar la manera de curar, de alargar la vida, de mejorar. Pero pronto descubrí que no era así.

— Los Homúnculos son sirvientes — susurró Rogers al empezar a comprenderme —. Se venden al mejor postor, a quien puede pagarlos, para que los use como le plaza. Hasta que su ciclo termina.

— Pero eso tampoco es cierto — intervine tras sentarme a su lado —. El ciclo vital de un Homúnculo no termina: no están vivos, de manera que no degeneran. Las partes biomecánicas se encargan de ello. También se encargan de alertar a su propietario cuando el cambio de voluntad va a producirse. Por eso les eliminan.

A veces, cuando su mente procesa las palabras, la mirada de Rogers no parece humana. Hay algo en él que juraría que pertenece a otro mundo; a otra clase de ser. Aquel día, durante el silencio que se extendió tras pronunciar aquellas palabras, su mirada se me clavó como un arpón envenenado e hizo algo que nadie había conseguido hacer en toda mi vida: me enmudeció.

— Los Homúculos se vuelven contra sus amos — concluyó sin apartar sus ojos de mí.

Asentí.

Rogers volvió la cabeza hacia el otro lado del invernadero, donde descansaban mis pequeñas mandrágoras en proceso de crecimiento. No hablamos durante unos segundos. Ambos sabíamos que el policía seguía esperando en el salón, pero no creo que a ninguno le importara un higo, en aquel preciso instante. Al menos a mí, no me importaba.

— ¿Para qué quiere crear Homúnculos? — repitió Rogers sin volverse.

— Necesito entenderlos — confesé —. Necesito comprender el proceso entero, caja Narbondo incluida, para impedir que nadie vuelva a crearlos jamás.

No sé cómo pero, de repente, Rogers ya no miraba a las plantas ni a ningún otro sitio del invernadero, sino a mí; sus ojos ocupaban todo mi campo visual.

— ¿Pretende sabotear el sistema? — Susurró exaltado, al tiempo que con ambas manos me cogía por los hombros como si hubiera perdido la cabeza. El contacto me hizo estremecer, pero él prefirió no darse cuenta —. ¿Pretende tirar al váter aquello en lo que se basan la economía y el modo de vida de todas las sociedades avanzadas de este mundo?

— Los Homúnculos son peligrosos — mascullé como defensa —. Matarlos no es la solución. Cada vez que entregamos uno de ellos a los científicos, corroboran que, de alguna manera que ignoran, la caja Narbondo les imprime una especie de memoria genética que les hace recordar lo que les ha sucedido a sus antecesores. Cada vez se revelan antes, cada vez son más esquivos y más listos… Pronto empezarán a prevaricar, Rogers, y, cuando eso ocurra, quizás no estemos a tiempo de pararlos — respiré hondo. Sabía que mi socio era un hombre inteligente, pero no estaba seguro de que fuera a entender mi razonamiento —. Yo solo pretendo salvarnos; no soy ninguna terrorista.

— Sí que lo es — susurró. Una sonrisa se instaló en sus labios y su rostro se acercó al mío como el de nadie lo había hecho en mucho tiempo —. Es exactamente la terrorista que puede salvarnos. La besaría, si me atreviera.

Creo que esa vez sí notó el escalofrío que me recorrió el cuerpo, porque me soltó y se apartó un poco para dejar que devolviera mis mejillas a su palidez habitual.

— Quizá haya pecado de inocente trayendo aquí al inspector Sans — se excusó —. Lo cierto es que me vino a buscar para que le ayudásemos con un asesinato. No sé cómo se enteró de que nos habíamos asociado y no sé qué es lo que conoce de usted, pero creo que podría servirnos de ayuda…

Me tragé la vergüenza para escrutar su rostro juvenil y desvergonzado. Si el policía le había venido a buscar, es que sabía qué negocios se traía entre manos; al menos, cuáles eran antes de que nos asociáramos. Si me conocía a mí, no podía ser por mis negocios: de ello me había asegurado a conciencia. Entonces, pensé mientras miraba a mi socio de cabo a rabo con mi natural desconfianza, la relación tenía que ser otra.

— ¿A quién han matado? — pregunté, al fin.

Rogers dejó escapar un suspiro y se miró las manos antes de enfrentarme.

— A su director de tesis, el Doctor Tadeo Amaia — me soltó a bocajarro y, antes de que tuviera tiempo de asimilarlo, añadió: — Su laboratorio estaba destrozado, había una cámara llena de cuerpos humanos… y en la caja fuerte, abierta, faltaba algo del tamaño de una caja de música.

Por alguna razón, en aquel momento, pude ver en sus ojos reflejada la mirada de mi rostro. Y me heló la sangre.

[CONTINUARÁ]